viernes, 9 de diciembre de 2011

Deleite (Historia de un Caballo)

Deleite (Historia de un Caballo) 


   Esto es historia muy antigua, pero alguna vez había que contarla, porque es fácil de hacerlo y porque no tiene mayores complicaciones. Es una simple historia de un paquete de músculos de acero y de un tremendo haz de nervios que se agruparon, por única vez en la historia, en el cuerpo flaco e inverosímil de un caballo de Puerto Rico.
    A los tres días de haber nacido, ya aquel potro del dueño de aquella finca en los alrededores de Humacao. Si la ciencia y la experiencia no fallaran, debió haber nacido de un suave color de oro puro que se iría enrojeciendo después, con los años, guardando siempre, para mayor belleza, las crines y la cola mucho más claras que el resto de la pelambre. Nació de una estupenda yegua andaluza traída para recreo y vanidad por un Capitán General y de un semental inglés con más abuelos que un samurai. Pero el potro desmentía todo aquello. Nació con un profuso pelo largo color de peña sucia, magnífico para cualquier burro, pero imposible de admitir en un caballo de raza. Con todo, era mucho más ridículo que feo. Cuando se agarraba a las tetas de su madre importada, tenía una tan horrible manera de poner los ojos en blanco, de estirarse sobre las patas traseras, de escarbar la tierra con las manos, que hacía, desde luego, reír a la peonada, satisfecha de aquel fracaso, y mover lentamente la cabeza al patrón. Cada día le fueron descubriendo nuevas imperfecciones. Era imposible que empezara alguna de esas cabriolas que todos los potros del mundo y de todas las razas ejecutan con tanta gracia, sin que antes no disparara un par de coces sobre lo que tuviera más a su alcance: animal, cosa o persona. A esto y a que muy pronto dejó ver una irrefrenable voluntad de morderlo todo, se debieron las primeras palizas. Los primeros palos, naturalmente, se los administró la peonada fuera del alcance de la vista del patrón y los recibía, invariablemente, por allí por donde más pecaba las patas y la boca. El día en que logró introducirse, no se pudo averiguar mediante qué artes, en el jardín de la casa y tragarse deliberadamente un sembrado. de claveles, sin contar las más bellas rosas de un rosal, azucenas, gardenias y lirios, recibió la primera tunda oficial, pública, ordenada con voz frenética por la doña, la propia mujer del patrón, que sostenía su histeria, su nostalgia y su aburrimiento, sembrando flores en aquel tropical olor de estiércol fresco y de caballo sudado. 

   Mucho antes de cumplir el año de vida, ya tenía un nombre propio: El Loco, dado de común acuerdo por todos, y cada día se las arregló para hacer algo que justificara más, si ello hubiera sido posible, aquel bautizo calificador.


   Sus Principales y más extraordinarias fantasías fueron, al comienzo, realizadas en lo que se refería a su propia alimentación. Muy pronto dejó andar sola a su madre, la yegua andaluza, y se las arreglaba caminando desperdigado por el potrero, triscando y tragando hojas extrañas al pasto, mascando raíces amargas, Su predilección, sin embargo, fue siempre, entonces y después, lar ropa mojada que ponían a secar al sol: le encantaban los pantalones azules y las camisas blancas y los pañuelos rojos ya tenían que ser secados al humo apestoso de la cónica para que. El Loco no los viera. Con todo eso, las palizas aumentaron ya sin órdenes previas, a cualquier hora y por cualquier motivo. De cuando en cuando, también le llovía, de lejos, alguna tremenda pedrada.

   Así fue como, cuando El Loco llegó a cumplir dieciocho meses de edad, tenía un aspecto bien poco agradable. Los golpes le habían hinchado las cañas, los menudillos y las cernejas; tenía la testera pelada, roto el befo, maltratados los ollares, enmarañadas la crines, deformados los cascos, hundidos los sulcos; pero, así y todo, tan lamentable como estaba los peones no podían acercársele sin llevar algún leño en las manos, pateaba las vacas y los ternero y cuando tiraba las orejas hacia atrás y agachaba la cabeza casi a flor de tierra, derrotaba a los perros y era el terror del patio.

   Como era El Loco, no supo de esos pacientes mimos que los demás potros de la finca recibían en las largas horas de la limpieza, ni de la caricia larga y voluptuosa de cepillo. Cambió el pelo cuando buenamente se le quiso caer aquel ominoso de burro que trajo al mundo y le nació otro desteñido color de caoba sin brillo. Al fin y al cabo, llegó a parecer algo así como un alambre retorcido en forma de caballo y entonces comenzó la época en que debía fijarse su extraordinario destino.

   El patrón sabía que El Loco no podía ser vendido a ´´nadie que tuviera ojos en la cara``. Felizmente, el mejor mercado para los potros de Puerto Rico había sido, desde siempre, la República Dominicana, situada al otro lado del Canal de la Mona y en donde guerras y distancias mantenían firme el medieval concepto de ´´DIOS Y HOMBRE A CABALLO``. Había que prepararlo pues, para la exportación y con esa idea dio comienzo una de las más tremendas épocas en la vida de El Loco. A fuerza de cuerdas, voces y palos, estirado hasta romperlo casi, apresando, magullado, lleno de improperios y de maldiciones, a pesar de toda su voluntad de no dejarse tocar, le cortaron y limaron los cascos, le cortaron casi regularmente los pelos de la corona, le limpiaron las orejas, la desenmarañaron las crines y la cola, le arrancaron unas garrapatas enormes que tenía desde siempre y terminaron por amarrarlo, alto y corto, y molerlo nuevamente a palos. Había que ´´romperlo`` un poco antes de tratar de venderlo. Entonces, El Loco sacó, en su batalla diaria y directa contra el hombre, todos los recurso de lucha que había espontáneamente aprendido en su existencia libre. No quedó hombre en la finca que no recibiera su golpe. Brazos, costillas y piernas rotas iban, poco a poco, señalando los progresos de El Loco en el camino de la civilización. Le hacían tirar de un pesado corromato cargado de piedras durante todo el día y al anochecer un negro le metía el freno entre los dientes sangrantes y se le encaramaba al puro lomo magullado. Todavía entonces, desesperado, verdaderamente loco, encontraba fuerzas para lanzarse contra una pared o para revolcarse en el suelo. Así, muchos meses después, cuando ya casi no era ni siquiera un alambre retorcido, era una simple cosa viva, siempre iracunda, que podía tolerar por algunos minutos que un hombre le oprimiera los flancos y le pesara entre los riñones y la cruz.

   El patrón sabía aquello de que ´´no hay mejor engaño que la verdad``. Así fue como el pedegree de El Loco se copió en una larga carta para la República Dominicana, con la advertencia de ´´potro sin domar`` y con el precio absurdo de ´´mil pesos``. Por aquella carta, El Loco tuvo una estupenda fama entre los estancieros del Cibao, desde los llanos de Montecristi hasta la Sabana de San Diego, y hablan de él, ´´del potro que hay en Puerto Rico``, en las largas veladas de las estancias de Higüey y de San Juan de la Maguana. Pero el precio, realmente incomprensible para ´´un potro sin domar``, alejaba las proposiciones en firme. Se suspiraba por él como por una mujer imposible, se le discutía, se le comentaba, se le comparaba a otros caballos y se envidiaba ya a quien lograra ser su dueño.

   Por fin, un hombre del Cibao escribió una carta enviando el dinero y pidiendo que le embarcaran aquella maravilla. El patrón leyó, regocijado, aquella carta a toda su peonada reunida en el patio, convencida, por una razón más, de la incurable estupidez de los dominicanos y , de gritos en el vientre mal oliente de una goleta, salió El Loco para el puerto de Santo Domingo de Guzmán.

   El hombre del Cibao había hecho el viaje de cientos de kilómetros, con sus peones y sus caballos, atravesando montañas, sorteando precipicios, vadeando ríos, cruzando bosques y sabanas, para estar presente en el puerto, en las orillas sucias del Ozama, a la llegada de la María Limpia, capitán: John. Así fue como pudo ver cómo  ´´el potro de Puerto Rico`` manoteaba en el aire sujeto en la primera lingada. Puesto en tierra, entre un gran chillido de poleas, enredado lastimosamente en la red, más magullado todavía por el roleo, El Loco, cuyo verdadero nombre era ya un misterio, presentaba un aspecto desdichado. Antes de que el hombre tuviera, en su estupor, tiempo de hablar, el capitán John, bien aleccionado, le puso entre las manos un papel: certificado oficial del señor alcalde de Humacao, dando fe de que aquel potro correspondía exactamente al pedegree ya antes comunicado. No había engaño, ni posibilidad de protesta.

   __Agarre ´´eso`` y salgamos ahora mismo otra vez...
No diga a nadie que yo he comprado ´´eso``...ni que ´´eso`` es mío.

   Así fue saludado El Loco a su llegada y así, sin que le dejaran tiempo de saber que estaba pisando tierra firme, emprendió el largo y fragoso camino que conduce a esa tierra de maravilla que es el Cibao.

   Porque el caballo del hombre empezó a cojear, a las pocas horas de abandonada la ciudad, le vino a la boca la ocurrencia:

   __Ensillen ´´eso``, a ver lo que es...
    Cuando el hombre montó sobre aquel pelado paquete de huesos no tenía otra idea que no fuera la de sacrificarse para dejar descansar unas horas sus caballos; pero, perdido, extasiado, borracho en el ritmo de aquel paso, asombrado por la revelación de aquel poderío inédito que sentía agigantarse bajo sus rodillas, mecido en la firmeza sonora de aquellos cascos golpeando la tierra dura, haciendo volar rotas las piedras del camino, convencido de que estaba presenciando algo sobrenatural, dejó que ´´eso`` se adelantara y así continuó por todas las horas del día y de la noche, estupefacto y feliz de ir descubriendo que se podía jinetear un relámpago o un torrente, sin mover la mano en las riendas, sin cambiar de postura en la silla, dejando que aquella cosa absurda de azogue quisiera detenerse, rota y deshecha en cualquier parte, que reventara en el aire aquel resorte animado por nadie sabe qué impulso. Pero ´´eso`` ni se rompía, ni se gastaba, ni se detenía, apenas si martillaba con más fuerza el camino y se los ollares, amplios y rojos, hacían silbar un poco el aire. 

   Cuando, en la medianoche, se acercó a besar a su mujer y esta, entre sueños, le preguntaa: ´´¿Qué tal el potro...?``, solamente pudo contestarle lo que era el fondo de su convicción ´´¡No sé... tal vez el diablo!``

   Así estuvo llamándose durante muchos meses: El Diablo. No hubo forma de que aumentara de carnes. Apenas lograron sacarle un poco de brillo al pelo, a fuerza de precauciones y caricias, Cualquier ruido imprevisto le hacía pasar días enteros sin probar bocado y los ejercicios en el picadero le ponían los ojos de un temible color morado de ira. 

   Con todo, el hombre y El Diablo se entendían.Se entendían en ese borde mismo que es la tragedia inevitable pero que tarda en llegar y, como aquel caballo era siempre una especie de guerra y de aventura, el hombre le cambió el nombre. Se llamó Deleite durante dos años y durante esos dos años llegó a valer mil quinientos, dos mil , dos mil quinientos, tres mil pesos, para todos los estancieros de la comarca. De todos era sabido que era una especie de máquina incansable, un extravagante caso de resistencia atroz, unidad a una insólita y firme suavidad de pasos.












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